Llega un momento en que la prisa empieza a sentirse vacía. Pasas los días rodeado de ruido constante, desplazándote sin fin por la pantalla, con la sensación de que todo debe suceder más rápido.
Pero luego, una mañana tranquila, algo cambia. Notas cómo la luz entra por la ventana, cómo el aire se siente más suave de lo habitual, y de pronto la idea de desacelerar deja de sonar perezosa y empieza a sentirse necesaria.
Reducir la velocidad no se trata de no hacer nada, sino de dejar espacio para que las cosas vuelvan a tener sentido.
Cuando caminas en lugar de conducir, comienzas a notar los colores de la calle.
Cuando cocinas una comida sencilla, saboreas cada paso que la hizo posible.
La vida vuelve a respirar.
Mucha gente cree que ser productivo significa estar siempre ocupado, pero estar ocupado no es lo mismo que estar vivo.
El mundo sigue enseñándonos a acelerar, pero tal vez la verdadera habilidad sea aprender a detenerse.
A sentarse con una taza de café sin el teléfono en la mano, a escuchar a alguien sin mirar el reloj, a descansar sin culpa.
En el silencio vuelves a escucharte a ti mismo. Tus pensamientos se calman, tu cuerpo se relaja y comienzas a recordar lo que realmente importa.
Te das cuenta de que desacelerar no significa perderse nada, sino realmente estar presente, por fin.
